[ pueblo sin historia ]
- Claudia Silki
- 15 sept 2024
- 5 Min. de lectura

En realidad me gusta la Historia porque me gusta el chisme, afirmó en una de las primeras borracheras con martinis que pasamos juntos. Aquella noche no era mi amigo. Era un autor —uno de tantos señores— que conocí mientras trabajaba en el área de relaciones públicas de una editorial y estaba desolado porque llegaron tres almas a la presentación de su libro. Al hablar de chisme, por supuesto, no se refería a esa suerte de divulgación informativa con el afán de lanzar una telaraña moral sobre algo o alguien, sino al gozo de conocer hasta los más velados detalles de un momento, un relato, una escena perdida en el recuerdo de una ciudad, un país. Tiempo después, el libro que parecía no interesarle a nadie se agotó en las mesas de novedades, mientras él y yo afianzamos una relación de cómplices, al estilo Bonnie y Clyde, pero del “chisme”.
Estoy muy segura de que mi acento norteño fue una de las razones por las que me invitó a cenar y emborracharnos. Había pasado más de un año desde que decidí quedarme a vivir en la ciudad, pero todo en mí seguía siendo golpeado: el tono, el énfasis de las convicciones, los pasos. Caminaba en chinga, no aprisa como los chilangos, en chinga; aquí la distancia les aprieta la marcha, pero en Torreón si te apendejas te come el sol incluso en el lapso de una cuadra. ¿Eres de la Comarca Lagunera, de ahí donde es el Santos Laguna? Sí, pero me caga el fútbol. No hay mejor forma de quitarte a un indeseable de encima que cortándole su único tema de conversación. Luego llegaban unos más listillos: ¿Y qué hay en Torreón además de mujeres bonitas? Arsénico. Contamina toda la ciudad por culpa de las metalúrgicas; es más, hubo una época en la que nacían bebés sin cerebro… Fin. Por eso me causó gracia que mi amigo Clyde asegurara ser coahuilense —siendo más capitalino que la torta de tamal— y además con mucho orgullo: De Parras, como Madero, ¿no sabías que Madero nació en Coahuila? ¿Cómo es posible que no sepas de la cuna de la Revolución? Seguramente alguna vez me aprendí los hechos para pasar un examen, pero nada había tenido la relevancia suficiente para guardar los datos a largo plazo y ¿“orgullo por ser coahuilense”? ¿De qué me hablas? Yo nací en un pueblo sin historia.
Así lo sentía. Estaba La Historia, la de los héroes patrios, la segunda guerra mundial y los libros de texto gratuitos. Nada de eso había pasado ni cerca de donde nací. Fuera de eso, Torreón se regodeaba en su encanto de ciudad joven —“a los 15 todas estamos buenas”, decían mis tías—. Con su afán de quinceañera inmadura, la ciudad se vanagloriaba por las calles anchas, los campos de golf y las concesionarias de autos de lujo. “Vencimos al desierto” juraba Terán Lira, un viejito historiador que salía en la televisión local, bien seguro porque en las zonas residenciales la gente se gasta el agua que no tiene en mantener vivo el zacate —césped, pasto pues—. La nostalgia por el pasado es de adultos y mi pueblo, sobre todo el de mi infancia, no tenía idea —ni quería tener— de antepasados. No sé en dónde podía caber el orgullo histórico en una vida, la mía, en la que no existía ni el sentido de pertenencia.
Nacer en un pueblo sin historia se sostiene sobre la tesis de la generación espontánea y el hecho de que hasta hace pocas décadas “casi nadie fuera realmente de Torreón” ayudaba poco: había una vez un rancho por donde dejaron que pasara el tren para que el ruido no despertara a la gente de Lerdo —allá donde originalmente debía pasar—. De ese tren bajaron españoles, alemanes, italianos, chinos… y una larga lista de extranjeros, junto con otro tanto de exiliados de otros estados del país, hasta que fueron los suficientes para fundar una ciudad en 1907. Así siguieron bajándose del tren un montón de otros, nadies, como mis abuelos, con tan pocos recursos que para ellos no existía el antes. Nada de fotos, nada de documentos oficiales, nada de cartas. Cállate, pleba, si a duras penas tu abuelo acabó el segundo de primaria; date de santos de que aprendió a leer. ¿Dónde está la historia si ni la voz alcanza como soporte para transmitirla? Así, como pueblerina viviendo el sueño capitalino, transité varias veces la biografía de mi autodestierro, maravillándome a cada tanto de los personajes de la metrópoli que saben cosas de sus choznos, que crecieron en casas donde había una biblioteca y qué decir de mentes como la de Clyde, un prodigio capaz de coleccionar inmensidad de datos, pero, sobre todo, calificado para unir los puntos en la cartografía de la memoria histórica.
Gracias a Clyde dejé de vomitar mi neurosis en un blog y descubrí la escritura “en serio”. Como el pacheco que a primera vista identifica quién trae un toque en la fiesta, reconoció mi habilidad para el chisme. Supo que yo sería un excelente ratón de hemeroteca y descubrió, mucho antes que yo, mi pasión por encontrar piezas que ayuden a reconstruir el pasado. Y eso que —por obvias razones— nunca le mencioné mis problemas con la realidad ni la ansiedad que me persigue desde niña por evitar que mis recuerdos se pierdan trágicamente y queden, como mis ancestros, estancados en un estado liminal en donde no puedo alcanzarlos. Razón por la que durante años he mantenido cuadernos de notas, recortes de periódicos, fotografías, papeles, piedras, pequeños objetos robados que guarden testimonio de lo que sea que me parezca digno y relevante.
Después de varios proyectos, trabajo, estudio, años en los que me convertí en investigadora —intoxicada de vez en cuando por el polvo de los periódicos viejos— los lugares planos de mi infancia adquirieron profundidad. Ahora sé que Madero nació en Parras y que por Torreón pasó Pancho Villa o la División del Norte, pero si pongo la atención suficiente, en la esquina esa de la Juárez y la Valdez Carrillo no únicamente veo un edificio que siempre me llamó la atención por quién sabe qué. En ese exacto punto se levanta un olor metálico a sangre y pólvora; incluso puedo distinguir los rostros desdibujados de algunos asesinos disfrazados de víctimas, lo que sea por no hacerse responsables de las más de trescientas muertes. Puro nadie ha muerto aquí.
Han pasado quince años desde que me fui y Torreón no ha cambiado. Sigue siendo la misma ciudad pueblo, un poco más vieja, con el sol más encabronado, menos árboles. Soy yo quien cambió y se construyó gracias a la distancia, con una pequeña ayuda de Clyde, Erando y undostresportodosmisamigos. Ahora escribo, dedico mi vida a contar historias, sobre todo familiares —de esas que parecen no interesarle a nadie— gracias a las cuales encuentro pedazos perdidos que me brindan hondura. Huir me dio la oportunidad de entender que existo debido a una sucesión de hechos, personas, efectos mariposa y que, como algunos cactus del desierto, vine a este mundo con raíces cortas, pero resistentes, capaces de contener mi propia agua, sustento, sabiduría y espíritu.
Con todo mi cariño para @arr1910
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